ICONOCLASTIA Y ESCRITURA. UN COMENTARIO A LA EXPOSICIÓN «LA TIERRA PROMETIDA» DE RAQUEL SOFFER

Por Carmen Alicia Di Pasquale

¿Por qué trabajar a través de exégesis filológico-históricas de la cabala luriánica cuando pueden leerse los constructos de los semióticos de Yale? G. Steiner

idolatría

Del lat. tardío idolatrīa, haplología de idololatrīa, y este del gr. εἰδωλολατρεία eidōlolatreía.

1. f. Adoración que se da a los ídolos.

2. f. Amor excesivo y vehemente a alguien o algo.

Como bien lo asoma el texto de sala de Félix Suazo, «La tierra prometida» contiene y entrecruza aspectos de la cultura del pueblo judío con la actualidad política venezolana en la que se inscribe la propia exposición. Todo ello ocurre como un anudamiento de evocaciones que tienen lugar en la biografía de su creadora Raquel Soffer, cuyo bisabuelo paterno estaba autorizado para producir inscripción hebrea con fines religiosos. Se trata, entonces, de un tejido de códigos muy profundos con los que puedo hacer contacto gracias a un interés vinculado a mis investigaciones filosóficas acerca de la imagen, algo que ha detectado Rodrigo Figueroa al invitarme a este encuentro. Veamos, entonces, lo que puedo ser capaz de decir bajo el intenso interés que me ha producido esta exposición en una galería de Caracas, aunque los presupuestos que traigo como lectura no sean los que mejor se adapten a unas pocas páginas.

1.

Si acaso es posible decir que los venezolanos somos un pueblo alfabetizado, entonces parte de nuestras raíces culturales conectan con dos grandes influencias: la greco-latina y la judía pero esta última a través de la herencia proselitista del cristianismo. Así prefiero referirme a lo que normalmente se menciona como «cultura judeo-cristiana» puesto que una atención más cuidadosa a esas referencias, nos sitúan en un lugar que hace algo más evidente una serie de líneas de fuerza que no dejan de ejercer una influencia en nuestras vidas por el solo hecho de desconocerlas, tal y como lo señala la exposición «La tierra prometida» de Raquel Soffer.

En esta propuesta Raquel convierte la escritura en un evento visual con el que construye imágenes de bajo nivel icónico. Al hacer esto, nos conduce por la bifurcación de los caminos de las culturas judía y greco-latina mostrándonos algo de la relación que ambas visiones de mundo tienen con la imagen. La cultura judía es una cultura iconoclasta, no porque practique la destrucción de las imágenes, sino en el sentido político que decanta en la plena incorporación de la prohibición de la idolatría en la vida corriente. La cultura greco-latina, en cambio, es ocularcéntrica o iconofilial, esto es, hace de la imagen un evento central de la cultura, como bien lo muestra, aunque no de modo exclusivo, la propia historia del arte, sobre todo desde la recuperación de la antigüedad pagana acontecida durante los siglos XIV al XVI en ciudades como Roma o Florencia.

¿Qué importancia podría tener este aparente exotismo cultural? La misma importancia que puede tener la imagen y lo visual en la emisión de significado cultural y su incidencia en la vida común o política. Si la imagen es importante, entonces pensar la relación que hemos construido con ella, rastreando los orígenes y las condiciones que la hicieron surgir tal y como la conocemos, tiene proporcionalmente la misma importancia. Desde Venezuela toda esta herencia cultural tiene sentido en la medida en que construyamos las apropiaciones de esas influencias, y «La tierra prometida» nos ofrece una oportunidad valiosa en la medida en que discutamos las ideas que allí están presentes como metáforas.

2.

Los pueblos alfabetizados le otorgan un papel decisivo al discurso visual. Esa relación tan privilegiada con la imagen es distinta (por no decir que opuesta), a la del mundo de la escritura consonántica hebrea, mundo desde el cual nos vienen dados los preceptos de conducción moral de la vida. Como bien señalan de alguna forma autores occidentalistas como George Steiner o Peter Sloterdijk, la adopción de las enseñanzas de Jesús de Nazareth como religión oficial del Imperio, crean una suerte de transacción cultural entre el politeísmo pagano (con su fuerte componente visual) y el seguimiento de un Dios que además de único, era invisible. La adopción de esta nueva relación abstracta con el mundo espiritual incluía la prohibición de la representación por medio imágenes, así como la adoración a cualquier criatura. Pero ese precepto fue dejado a un lado quizás porque la desvinculación visual con el mundo espiritual no pudo ser asimilada por los pueblos acostumbrados a transar con unos dioses que eran fundamentalmente ídolos. Esto derivó, según algunos autores, en el santoral católico, así como en los diversos cultos marianos, como una suerte de traducción del politeísmo que se intensifica en el siglo XIV hasta que es problematizada por la austeridad de Lutero a mediados del siglo XV.

Durante ese corto y complejo período que conocemos como «Renacimiento», la letra humanista que había estado presente de manera pasiva en todos los frontispicios romanos, se convierte en una de las marcas visuales del regreso de la cosmovisión pagana en franco choque con la escritura gótica de los claustros amanuenses. Los preceptos morales, que hasta entonces habían estado custodiados por la religión, comienzan un lento proceso de transposición hacia el nuevo mundo que decide usar la escala humana como parámetro general de la vida. Ese proceso de secularización fue alimentado por la certeza científica convertida en nuevo oráculo, e introdujo en la vida política una serie de prohibiciones y mandatos que ya no dependían del postulado metafísico de un Dios observante —pero invisible— sino de una Razón capaz de establecer subjetivamente —entiéndase desde la interioridad— el imperativo de la ley moral. Los preceptos mosaicos que prohibían el asesinato, la mentira, la promiscuidad (adulterio), o el robo, son plenamente incorporados en la medida en que la racionalidad comienza a estructurar la vida de los pueblos en forma de leyes para el ciudadano en el nuevo pacto social de las naciones modernas. Pero en alguna parte del camino, la prohibición de idolatría no pasó a formar parte importante de las normas de convivencia en la nueva cosmovisión laica, por lo que cualquier petición de mantener al margen de la vida común las imágenes o el culto a una persona, no aparecen como una advertencia normativa.

Desde la instauración del monoteísmo como religión occidental, el pueblo regido por el habla y la escritura latina, centró en la visión y en las imágenes la recreación de un nuevo mundo. Para el pueblo judío, en cambio, la escritura continuará centrando la atención visual, pero siendo que la letra no puede albergar ningún nivel iconográfico, no produce ídolos a los cuales rendir culto. El monoteísmo queda entonces escindido en dos caminos: uno que permite el tránsito de las imágenes representativas —sin restringir el equivalente culto a las personas al transformarlas en íconos, justamente—, y otro que sigue dejando al margen a las imágenes y la idolatría sin escindir la religión y la política como acontece en los estados nacionales a partir del siglo XIV. 

Ahora ¿qué es la idolatría y en qué sentido destruye la vida? ¿Por qué tendría que ser tan importante “no matar” como “no adorar ídolos”? El concepto de idolatría se refiere a la práctica religiosa que le rinde culto a un ídolo, pero también significa admiración excesiva por una cosa o una persona. Por lo tanto, la prohibición de la idolatría no se refiere solo a la prohibición de la representación del Dios único e invisible, sino también a la prohibición de rendirle culto o pleitesía a cualquiera que prometa, por ejemplo, el cielo en la tierra. Solo se debe adorar a Dios sin saber en qué consiste su Forma, si acaso la tiene.

El decálogo o las diez leyes de Moisés —recibido en aquel viaje de Egipto a la Tierra prometida que bien podríamos interpretar como el proceso para la liberación de la esclavitud y la instauración de la vida política del pueblo que decide una suerte de pacto social (metafísico)—, en algún momento de la historia de la transición, sufrió una pérdida. Los dos primeros preceptos en la versión de La Torá dicen lo siguiente, según Wikipedia:

  1. «Yo soy el Eterno, tu Dios, quien te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud». 
  2. «No tendrás ni reconocerás a otros dioses en mi presencia fuera de mí. No te harás una imagen tallada ni ninguna semejanza de aquello que está arriba en los cielos, ni en la tierra, ni en el agua, ni debajo de la tierra. No te postrarás ante los ídolos, ni los adorarás, pues yo soy el Eterno, tu Dios, el único Dios, quien tiene presente el pecado de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación con mis enemigos; pero quien muestra benevolencia con miles de generaciones a aquellos que me aman y observan mis preceptos.

Luego vienen el resto de los preceptos que colocan a los más conocidos por el proceso de secularización (no matar, no cometer adulterio, no robar, no mentir y no codiciar lo ajeno) como los cinco últimos.  Es decir que luego del principio principalísimo que funda el monoteísmo, la idolatría es el precepto más importante. A partir de ello queda claro que las imágenes no debían formar parte de la vida política (en La Tierra Prometida). 

En la Biblia Católica, el principio del monoteísmo se funde con el de la prohibición de la idolatría, de modo que quizás se diluya la jerarquización inicial u originaria de los dos preceptos de la Torá, pero de igual modo queda establecido que las imágenes no debían formar parte de la vida orientada por Las Leyes. 

Pero el abandono de la prohibición idolátrica se haría todavía más claro en la fórmula catequética de los Diez Mandamientos que Wikipedia enuncia de la siguiente manera pero que, además, se pueden reconocer culturalmente en la poca o ninguna importancia que le damos a la prohibición o al uso moderado de las imágenes. Esta es la fórmula que desaparece todo el precepto que prohíbe la adoración de cualquier imagen o persona. Se debe amar a Dios por sobre todas las cosas ¿pero no exclusivamente?:

  1. Amarás a Dios sobre todas las cosas.
  2. No tomarás el nombre de Dios en vano.
  3. Santificarás las fiestas.
  4. Honrarás a tu padre y a tu madre.
  5. No matarás.
  6. No cometerás actos impuros.
  7. No robarás.
  8. No darás falsos testimonios ni mentirás.
  9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
  10. No codiciarás los bienes ajenos.

Sumemos a esta omisión algo de la historia de la visión heredada del mundo griego que va a ser parte importante de la cosmovisión occidental. En griego la palabra teatro, por ejemplo, tiene la misma raíz que la palabra teoría, que a su vez significa mirar o contemplar, mientras que teorema tiene relación con la visión de la geometría. Martin Jay considera que, de todas las disciplinas, la más visual es la filosofía, porque la contemplación y el asombro por todo lo que estaba a la vista es el fundamento del pensar filosófico de los presocráticos. La relación de la filosofía con la visión y la imagen es una relación problemática, pero central. La estética, como disciplina llamada a regir la producción sensible desde la modernidad, testimonia en sí misma la importancia de la percepción, con especial énfasis en la visión.

Como bien señala Jay, los primeros Padres de la Iglesia podían haber desconfiado de los residuos paganos presentes en los íconos o en las imágenes antropomórficas de lo sagrado, pero sus sucesores reconocieron el poder de la vista para hacer cercanas las historias cristianas a un público que no tenía raíces judías. De modo que “tan pronto como la helenización de la doctrina cristiana se inició en el siglo I, merced al judío converso Filón de Alejandría, las referencias bíblicas al oído se transformaron sistemáticamente en referencias a la vista”.

Santo Tomás tiene que hacerle frente a esta tensión entre la prohibición de la idolatría y la devoción visual extendida irremediablemente en la masificación de la creencia católica. Distingue así entre buena iconolatría y mala idolatría. Fíjense: una separación entre adoración y representación, algo que no está presente en las otras dos religiones monoteístas: la judía y la musulmana.

El Renacimiento, ya lo sabemos, es un momento de gran “furia de las imágenes”. Se trata del tiempo en el que surge la pintura y la perspectiva y con ellas un modo de representación que todavía no hemos abandonado, sino que se ha trasladado a los instrumentos de conocimiento que la ciencia necesita, como los súper telescopios o la imaginería corporal que se utiliza en la medicina. En la ciencia tenemos una tecnología visual capaz de representar la realidad como nunca antes, así digamos, desde la filosofía, que la representación ha muerto. 

Este paneo irresponsable, de mi parte, sólo busca ilustrar el quiebre y los reacomodos producidos en los fundamentos de las culturas que determinan, quizás, algo de la advertencia que hace esta exposición. «La tierra prometida» nos está hablando desde otro lugar, pero no desde otro planeta. Nos habla desde el quiebre, pero no desde lo que no podemos reconocer como propio. Para honrar la profundidad de lo que esta exposición presenta, tendríamos que adelantar algo de las derivas contemporáneas de la idolatría y la iconoclastia, y lo tendríamos que hacer de modo todavía más irresponsable, casi anecdótico, por razones de extensión acotada de este ensayo. De modo que probemos decirlo con una frase: la cultura occidental contemporánea y globalizada, es, al mismo tiempo, y simultáneamente más que dialécticamente, iconoclasta e idólatra. Cuando el poder de la imagen comienza a hacerse amenazante, se intenta crear o construir mecanismos teóricos o prácticos para su repliegue. De allí surge la sociedad del espectáculo de Debord, la relación entre la vigilancia y el castigo que establece Foucault o la sociedad del simulacro de Baudrillard.

La amenaza de las imágenes, su furia, como diría Fontcuberta, impone la espectacularización del orden político, el bio-porno o la necro-política. Sin embargo, ello también evidencia el terreno que ha ganado la imagen en la emisión d sentido o de significado y su influencia avasallante en la vida pública y privada, si tal distinción aún existe. Pero la idolatría produce efectos más inadvertidos como la despenalización del culto a la personalidad, y es allí donde la sensibilidad de Raquel Soffer nos ofrece una posibilidad para pensar en términos de la historia de la cultura y en términos políticos locales. Como bien observa Mitchell:

El segundo mandamiento, entonces, prohíbe hacer cualquier imagen. Eso no quiere decir que sólo las imágenes de Dios, o de los dioses rivales, estén prohibidas, sino también “cualquier semejanza”… con cualquier cosa sobre la tierra, el cielo o el mar… si empiezas a hacer imágenes, es inevitable que ellas, como se suele decir, “cobren vida propia”, se conviertan en ídolos, tomen el lugar de Dios y, por lo tanto, se conviertan en ofensivas.

3.

Toda la exposición de Raquel gira en torno a la escritura, la idolatría, el engaño y la promesa con un mínimo nivel iconográfico. Lo visual viene dado por una serie de imágenes que surgen de la microescritura y que en muy pocas ocasiones establecen una figura que pueda ser integrada gestálticamente. De modo evidente, aunque también por ello solo de manera aparente, Raquel y yo no estamos coincidiendo en lo que cada una entiende como «La tierra prometida». Mientras yo propongo entenderla como ese lugar donde ocurre la liberación del estado de esclavitud mediante el cumplimiento de la ley, Raquel lo señala como un lugar al que se puede ir conducido por un falso mesías, es decir, mediante el engaño. Pero esta diferencia no se sustenta en dos modos opuestos de entender un símbolo —algo que puede ocurrir perfectamente—, sino más bien en la propia condición dialéctica del símbolo. «La tierra prometida» puede ser un engaño si nos es ofrecida como un compendio de derechos caídos del cielo que no requieren ningún deber o esfuerzo de parte nuestra. O puede ser el lugar donde es posible la buena vida, que es como llama Hanna Arendt a la vida política, siempre y cuando los deberes sean asumidos con la misma naturalidad como es asumida la ley de la gravedad o cualquier otra ley física, contra la cual no se lucha sino que se comprende y se incorpora en el día a día. No mentir, no matar, no cometer adulterio —pero también no idolatrar a ningún objeto, ninguna imagen o ninguna persona—, nos garantizaría una vida común saludable. El pueblo —o la comunidad, o el país—, que siga estos preceptos, estará a salvo de los mentirosos, los asesinos, los promiscuos y los ídolos como Julio César, Hitler, Mussolini, Kim Jong-un o cualquier otro populista que ofrezca revancha y derechos naturalizados.

La pieza que Raquel titula «El holocausto» dibuja un parergon de microcaligrafía con el texto La imagen intolerable de Jacques Rancière, y enmarca con él un fotograma del documental Shoah de Claude Lanzmann. Todo ello despliega uno de los casos que es analizado por el propio Rancière en ese texto para determinar cuáles serían los modos en que el arte puede manejar los sucesos o los eventos que por sus contenidos abominables, son intolerables. Rancière contrapone el documental de Lanzmann con las críticas acérrimas e iconoclastas que le hace Gérard Wajcman al documental. De esta forma nos expone, en buena medida, las maneras en que es manejado un tema tan álgido como el exterminio de los campos de concentración nazi desde un punto de vista visual y desde un punto de vista en el que se privilegia la voz. Wajcman sostiene, como principio fundamental, que lo real no es soluble en lo visible, es decir, que un acontecimiento como la Shoah no puede ser representado en una imagen . La discusión central expone, en buena medida, las maneras en que es manejado el significado desde la cultura idólatra occidental y desde la cultura iconoclasta judía. Para Lanzmann (quien siendo de origen judío asume un discurso visual como modo de hablar de lo sucedido), las imágenes asegurarían la realidad de lo ocurrido, mientras que para Wajcman es la voz del testigo/sobreviviente la que debe —en su condición iconoclasta—, relatar lo sucedido sin necesidad de verificación. Para el crítico del documental, el testigo es capaz de desocultar sin mirar. La representación, tiene entonces, una relación con la visión omitida que sigue muy de cerca la advertencia hacia el uso de las imágenes como modo de denuncia, en este caso, de algo tan importante y tan doloroso como el exterminio del pueblo judío. Allí se hace presente, si acaso todavía es necesario decirlo, la prohibición o la exaltación de las imágenes.

La otra pieza que me interesa resaltar en esta lectura que insiste en ver la exposición como una suerte de tránsito cultural, es la pieza «La Tierra Prometida» que consta de dos partes: una pieza impresa que reúne un mapa antiguo que en latín dice «Terra Sancta/ Promissionis, olim Palestina» (entre otros títulos en latín), la microescritura con el discurso de Chávez dibujando todo el perfil de caminos de la zona y un grabado antiguo del Templo de Salomón. La otra pieza es un video que registra el proceso de escritura en español de Raquel con el que va dibujando la cartografía de los caminos del mismo mapa impreso y utiliza como contenido el discurso de cierre de campaña de Hugo Chávez de 1998. Esos textos en latín junto al texto de la Venezuela contemporánea y el territorio representado son una gran síntesis que en un solo punto hace coincidir la promesa religiosa con la promesa política del paraíso en la tierra. He aquí la diferencia en la coincidencia: el mesías ha cruzado desde el mundo religioso al mundo secular (y por tanto político), en coincidencia con la omisión de la prohibición de la idolatría.

En el mesías político o secular, la adoración —el carisma, la popularidad exacerbada, la criatura celestial en la tierra, la encarnación de la historia y el dueño del destino de los pueblos—, no equivale al asesino o al ladrón porque está permitida la adoración de la criatura por medio de la exaltación de su imagen. Esa, creo, es la gran advertencia de esta extraordinaria exposición intercultural de Raquel Soffer.

 1 Este breve ensayo fue inicialmente preparado para atender la invitación a una charla en la exposición «La tierra prometida» de Raquel Soffer y fue compartido como lectura el domingo 3 de noviembre de 2019 en la Galería El Anexo de Caracas. He modificado lo que ha sido necesario para esta versión escrita culminada en marzo de 2020. 

Agradezco mucho a Raquel por una invitación que se ha convertido en una oportunidad de enunciar un tema tan complejo como el que propongo aquí. Es un tema que puede ser visto como exótico y ajeno a un país como Venezuela a no ser que se atiendan los aspectos políticos que «La tierra prometida» ha sido capaz de presentar. Considero que esta exposición es una ventana que permite la entrada de una gran claridad hacia una habitación repleta de situaciones importantes que están profunda e imperceptiblemente conectadas entre sí y con nosotros. La construcción metafórica del arte tiene esta capacidad. 

2 Entiendo y uso el término “alfabetizado” no para decir que se sabe leer y escribir sino para señalar el uso del alfabeto latino y su procedencia del alfabeto griego. En ese sentido lo uso de manera próxima a su origen etimológico que según el Diccionario de la Real Academia Española es: Del lat. tardío alphabētum, y este del gr. ἀλφάβητος alphábētos, formado sobre ἄλφα álpha 'alfa' y βῆτα bêta 'beta1', nombre de las dos primeras letras griegas.

3  Si tomamos el Edicto de Tesalónica sería hacia el año 380 pero con un antecedente importante en el Edicto de Milán de Constantino en 313, que permitió la libertad de culto.

4 Para ello tomaremos en cuenta algunas observaciones historiográficas de Martin Jay en, Ojos abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo XX, Akal, Madrid, 2007.

5  Martin Jay, Ob cit., p. 36.

6  W.J.T. Mitchell, ¿Qué quieren las imágenes?, Sans Soleil, Bilbao, 2017, pp. 173-174.

7  A estar dotado de lenguaje, el ser humano solo vive de manera plena estando entre otros, es decir, teniendo una vita activa, que es sinónimo de vida política. Este sería someramente el planteamiento de Arent en su libro La condición humana.

8  Estoy usando la siguiente edición del texto de Racière: «La imagen intolerable» en El espectador emancipado, Manantial, Buenos Aires, 2010.